Abel Pintos: «Hubo un momento en que debí pedirles perdón a mis padres por mi soberbia»

“Movilizado” como nunca y de cara a sus 30 Óperas, revela el ejercicio emocional que le propuso a su papá y a su mamá para sanar sus relaciones: “Llegué a preguntarme si en mí habían visto a un hijo, a un compañero de trabajo o a un negocio”. La malformación física con la que nació y lo tendrá “pendiente para siempre”. Su futuro de escritor. El viaje de la paternidad que lo cambió todo. Y el amor de Mora: “Soy un tipo emocionalmente intenso”
Dice haber nacido tantas veces como etapas se ha atrevido a aceptar. “Uno puede elegir transitar siempre con el mismo traje pero a mí me ha sentado muy bien dejarme moldear por la vida”, dice Abel Federico Pintos (37). Se refiere a esos ciclos regidos por tantas elecciones. Tal vez por la impronta de una “independencia precoz”, pero siempre “y principalmente” por la familia, donde asegura encontrar “distintas formas de ver la vida, nuevas premisas y varios desafíos diarios”. Porque como explica, “mi trabajo es la bitácora de lo que me pasa como persona, escrita con el idioma que elegí: la música”. En definitiva, encuentra en casa el centro de sus “ejercicios de aprendizaje constante”. Así define “crecer”, precisamente sentado en el living de Plan Divino, su propia compañía (en el primero de los tres pisos que hasta hace poco perteneció a CNN Radio). Un sitio proyectado junto a Marcelo González y Jorge Quinteros, en el que se cocina su hito más inminente: 30 escenarios Ópera de Abel en concierto durante los próximos tres meses. Así también, la idea de producir a artistas emergentes y a otros tantos con recorrido, explorando, además, otras ramas tales como la fotografía, la pintura y el teatro. “Sé que la música me acompañará hasta los últimos días de mi vida –advierte–, pero también que a partir de ella hay un montón de expresiones artísticas y de formas de ver el arte que también me gustaría visitar”.
La familia es tamiz. Articulación. Punto de quiebre y de partida. El “abrazo” de hoy, y el de la itinerancia por ciudades del Sur. Tiempos de Ingeniero White y de Bahía, cuando asistía a los partidos de básquet “para ver cómo era un estadounidense”. Tiempos de Metallica y de Megadeth. Y también de coro tres veces por semana, “un refugio en el que mis viejos me dejaban sabiéndome a salvo mientras laburaban”. Tiempos de golpear las puertas (con solo 11 años) de los dos sellos locales, averiguando cuánto debía ahorrar para grabar un disco. Tiempos de lírico, de zarzuela y del rol principal en Luisa Fernanda. Tiempos previos a la fe de Raúl Lavié, a la apuesta de León Gieco (su primer productor) y a los 14 premios Gardel y los tres de Oro que lo empatan con Charly García (30). Tiempos en los que “la vida se veía a través de los ojos de tus héroes”. Eso resultaba uno de los amigos de la familia, por quién, entre los nueve y los 12 años, Abel quería ser carnicero, como él. “Pasábamos juntos varios veranos. Y fue en su local donde noté el singular respeto que sus clientes le tenían”, recuerda. Pero cuando quiso aprender a cortar carne, Pintos recibió de aquel señor un tajante “no” seguido de una respuesta que acomodó para siempre en todo lo que emprendería. “La gente que viene confía en mí. En que tengo las manos limpias. En que sé cómo prefieren cada corte. En que voy a darles lo mejor”, le dijo. “Y me marcó, me dejó sin palabras”, señala Abel. “En realidad, más allá del oficio, creo que yo quería ser tan íntegro, sabio y responsable como él”.
Orígenes, hacia ahí viajamos. “No tuve una niñez con todo brindado, pero tampoco recuerdo que haya faltado algo”, cuenta. Y entre esas “fotos” que hoy la paternidad hace rever desde otro ángulo, tomaremos algunas. Abel nació con una malformación física llamada pie bot o pie equinovaro. “Tenía el pie con la forma de una empanada”, describe. “Una cuestión de tendones retorcidos, sujetos o tensos. Por lo que tuvieron que operarme casi recién nacido. La cirugía hizo que mi pierna derecha se desarrollase bastante menos que la izquierda. Me pusieron un yeso que llevé durante siete años, con el que aprendí a caminar. Y el peso que eso significaba provocaba que revolease la pierna al andar. Un reflejo que, inconsciente o subconscientemente, aparece cuando estoy cansado y por lo que puede vérseme renguear”. Un episodio que no deja de atravesar su historia. “Tengo que seguir muy atento al tema, porque el paso del tiempo no va a jugar a mi favor”, advierte. “Los hemisferios de mi cuerpo no trabajan de igual modo. Mi cadera, mis hombros, mi columna, todo está constantemente en compensación. Entonces debo estar muy atento. Por eso practico deportes, yoga y elongación. Hace poco aprendí a mover todos los dedos del pie. Y en mi última visita al traumatólogo para el control de plantillas, al revisarme me dijo que por la época de la intervención, y el poco método e información con los que se contaba entonces, me había tocado un médico arriesgado muy atrevido a experimentar”, cuenta. “Realmente yo había tenido suerte”.
Y en una etapa en la que cualquier diferencia –y más aún física– suele ser blanco de la crueldad, Abel no recuerda más burlas que las generadas por su pasión. Es por eso que define a sus compañeros de colegio como “el público más difícil de conquistar que jamás haya experimentado hasta el día de hoy”. Sus padres le habían prometido apoyo incondicional si él encontraba dónde cantar. Fue así que pidió reunión con Judith, la directora de la Escuela Primaria Nº 58, Día del Camino. Con claridad brutal le dijo: “Pintarse la cara con un corcho o leer un poema en un acto, a todos les resulta un bodrio. Sienten vergüenza, les molesta…”. Y clavó una propuesta de un trato “muy meditado” para entonces: “Yo me ofrezco a ser el embajador artístico de mi curso y me aseguro así, por lo menos, cuatro fechas al año”. Debutó un 17 de agosto, en el homenaje a San Martín, de quien, por otro lado, se reconoce “fanático de su obra”. Y más que los aplausos, capitalizó “una gran lección”. Tanto, que se la recuerda ante toda presentación. “Uno no sube al escenario a conquistar a nadie sino a hacer lo suyo. Una idea que quita presión. Que aliviana la carga. Y que pone el foco en donde debe estar: en la valoración de eso que se hace”.
Entre tanto, en esta revisión de sus comienzos, surge la imagen de Raúl, su padre. “Quien hoy, después de haber andado tanto, pelea por su salud”, cuenta Abel. “Ya de muy grande se enteró de una afección en los riñones y hace muy poco empezó la diálisis. Es algo que debía haberle infligido mucho dolor. Un dolor que no sintió”, revela. “Papá es un hombre acostumbrado a hacerse en la calle. Cuando no de camionero, de comerciante, de vender puerta a puerta, en el mundo de los seguros y hasta en un corralón. Es un tipo que anduvo, que pateó hasta el día de hoy. Y la gente que vive así se acostumbra a no registrar los malestares. Fortalecen espíritu y personalidad frente al dolor. Entonces, cuando se dio cuenta, ya era tarde para tomar medidas más drásticas que, en algún otro momento, hubiesen ayudado más. Pero es un hombre fuerte y saldrá adelante”, asegura.
No usará el término “reconstrucción”, porque señala que el vínculo entre ellos jamás llegó a quebrarse. Pero admite “momentos álgidos” que a ojos de hoy, y aún más siendo padre, se tiñen de matices diversos. “Asumir errores, situaciones o responsabilidades, a veces lleva mucho tiempo de ambas partes”, adelanta. “Cuando me vine grande y empecé a preguntarme y a preguntarles cosas, siempre me enfoqué más en los tramos dolorosos de nuestra historia. No sé si para repararlos. Pero como dijo León: se trata de ponerles bronce, dejarlos en una plaza como estatuas y seguir camino, para lograr que esos ecos de momentos malos no intoxiquen aquellos que tenemos por vivir”, dispara. Describe esos tramos como “situaciones que uno acepta durante muchos años y de repente, parado desde otro lugar de la vida, dice: ´Ya no más´. Entonces comienza a indagar”, explica sujeto a su habitual sobriedad. “Por ejemplo, como te decía, mi viejo pasó mucho tiempo fuera de casa. Y hubo ciertas ausencias. Luego entendí que muchas de ellas, en realidad, eran distancias… Pero, en fin, otras tantas efectivamente fueron ausencias”, cita. “Mis viejos y yo hemos hecho un trabajo emocional verdaderamente muy grande. Los admiro, porque a la edad que tienen se mostraron dispuestos a algo tan fuerte, tan movilizante. Aún cuando podrían haberme dicho: ´Mirá, hijo, ya tenemos un camino hecho, si te gusta bien y si no, también´. Pero lo hicieron. También mis hermanos, Andrés y Ariel, mi cómplice en la música. Fue una tarea muy loable que sigo agradeciendo”, dice.

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