Florencia Peña: «Viví con un acompañante terapéutico porque creí que me moría»

Un nacimiento complicado. Su vida en riesgo a los cuatro años. Una adolescencia tormentosa entre el bullying escolar y la culpa de tener un cuerpo exuberante. Acosos y abusos detrás del escenario. El abandono que la sumió en la depresión. Y el escándalo que definió su nueva forma de amar y de ser sexual. La conductora de Flor de equipo de todo aprendió. Con todo se liberó. Esta es la historia de su libertad.
Cierto chamán angelino “con voz de pájaro” que alguna vez le reveló su misión de duende en este plano, le advirtió además que el tránsito insumiría un ineludible y constante golpearse para sanar. A esta altura de la soirée, María Florencia Peña asegura no haber imaginado jamás que, a lo largo de 47 años, aquel vaticinio se le haría lifestyle. Tal vez por los resabios de las vidas pasadas en su “alma vieja” o la filia al budismo que la anima a vibrar en permanente estado de consciencia extrema, cuando las embestidas mediáticas y las otras “piñas de la vida” la atraviesan, lejos del lamento se cuestiona: “¿Qué vienen a contarme?”. Entonces, “el dolor es el mejor maestro y sus lecciones, entendimiento y liberación”.
Acepta desandar los episodios de su historia, devenidos –algunos– en hitos de debate nacional, a fin de pasar en limpio el saldo de aspectos redimidos que explican quién es hoy: “Una mina hecha a base de hacerse cargo”. En la cocina de este “refugio de tantos cambios de piel” (su PH de Palermo) se preparan dos cafés y una charla sobre la historia de su libertad.
“¡Ni siquiera nacer me salió fácil!”, ironiza en el viaje hacia su infancia con presagios de un destino innegable. Cuenta haber pujado durante 24 horas contra el peor de los pronósticos que la preclamsia suponía. Y solo sería el comienzo. “¡Llegué con la cabeza abierta!”, dispara jugando con el simbolismo. Un quiste dividía sus frontales. Y las gotas que brotaban de su frente, días después, no eran de sudor como indicaba su pediatra sino líquido cefalorraquídeo y una gran amenaza de infección según la intuición de su madre, ex estudiante de Medicina e instrumentadora. Florencia fue intervenida a los dos meses de haber nacido: “Mamá estaba salvándome la vida por primera vez”.
La segunda fue a sus cuatro años. “Había enfermado muy grave, casi a punto de morirme”, relata. Fueron días de medicación inútil por un diagnóstico mal hecho. Hasta que un pico de fiebre de 43 grados volvió a encender el instinto de Norma, desesperada porque su hija se iba. Finalmente así se confirmaría el ataque de la bacteria shigella. Todavía recuerda como un hada a la enfermera, que le inyectaba penicilina dos veces por día durante los 63 que debió permanecer en cama.
Con su cuchara de 15 centímetros –porque según declara “siempre fui de cuchara larga”– revuelve el café y una reflexión con algo de autocompasión y mucho de orgullo. “Nunca tuve un guía, un inspirador o un tutor que me animase a ponerle acción a mis deseos”. Dice haber sentido la determinación innegociable de cantar y bailar –como modo de expresión para toda la vida– por primera vez a los siete años, y “colgada de una valla durante un día entero para audicionar en Festilindo”. Y nada le importaba. “Por eso es que pude dedicarme al humor –analiza– porque no me señalo inquisidora, porque no me inhibo con la mirada de nadie, ni siquiera con la mía. Me divierto. Esa es la esencia del ser libre”.
Afuera, el empoderamiento femenino aún no era ni siquiera una utopía. En casa, la idea de ser actriz “casi inmoral” y tanta autodeterminación, “una amenaza inminente”. Es así que al ser elegida entre 825 postulantes, el padre de Peña –de los primeros ingenieros en sistemas del país– “cargando tantos miedos ancestrales” reaccionó pasmado: “¡Norma, ¿y ahora qué hacemos con esto?!”. Desde entonces, como indica: “La libertad, para mí, fue una búsqueda solitaria, dolorosa y angustiante. Siempre tuve una cabeza que no condecía con los espacios que iba habitando. Mi adolescencia fue, por lo menos, tormentosa”.
Dice no saber de qué va un reencuentro de ex compañeras, por citar solo un ejemplo al dar cuenta del peso de la responsabilidad que la popularidad de Nosotros y los otros (1989) o Son de Diez (1992) traía consigo. Aunque es algo que, asegura, “volvería a elegir en mil vidas más”. El verdadero dark side del éxito fue el maltrato. “Sufrí mucho el bullying”, revela. “Era un bicho raro en un colegio religioso, alemán y elitista. Ser amiga de Florencia Peña, la de los 45 puntos de rating, era denigrante. Los recreos se hacían insoportables. “Imaginate a una sex symbol muy precoz intentando atravesar el patio… El murmullo, los gritos y las burlas al entrar a las aulas era terrible”, relata.
“Claro que nunca fui pasiva”, explica. “Pero lo tomaba impávida, porque estaba convencida de que ese era el precio que debía pagar. Como si tuviese que resignarme a ese martirio para lavar la culpa por haber encontrado mi deseo tan temprano”. En ese contexto hasta su debut sexual fue catastrófico. “Tenía 14 años y mucha confianza en una amiga que me jugó sucio. Se enteraron todos, incluso mis viejos”, recuerda. “Me sentí manchada. Estigmatizada. Culpable”, suma. A propósito subraya el hecho de que nadie jamás le había hablado del goce y que fue criada, como muchas otras tantas “princesas”, ignorando que no existen las primeras veces perfectas y “que el sexo no es solemnidad ni solo la consecuencia del amor”. Concluye que haber vivido ese tránsito en silencio, le dio “coraje, carácter y templanza por siempre”.
Para los 19 ya había “huido” de su casa “por incomprensión de dos padres que, hasta el día de hoy, jamás dejarían de ejercitar el entendimiento”. Así se compró su primer departamento en Las Cañitas, el que había sido de Ricardo Darín (por insistencia de Susana Giménez, quien alguna vez le contó que “iba juntando lo que él dejaba por ahí hasta pagarlo”). Dice que esa casa, que le costó 50 mil dólares más de lo que había en su cuenta, reflejaba el caos de su cabeza. Vivió como “una acumuladora”. Debió vender su auto para comer y caminaba quilómetros con tal de que la gente no la viese en colectivo. “Ya había decidido mi camino colgada en aquella valla. Ahora estaba eligiendo, de la forma más cruda, más consciente, armar una vida alrededor de la actriz. Y demostrándome a mí y al mundo que podría hacerlo”, reflexiona.
A propósito de su adolescencia, surge en la conversación un hecho repudiable que el tiempo disfrazó de anécdota hasta hace 10 años. “Sufrí un abuso sexual en el trabajo”, confirma hoy llamándolo como se debe. “Yo tenía 17. Él era un compañero de elenco en el teatro. Y me tocaba. Me tocaba las tetas. Me tocaba abajo. Me tocaba”, recuerda. “Fue acoso sistemático que naturalicé, tal vez, por el hecho de ser tetona. Analizándolo ahora, creo que fue por eso que me operé”, suelta. “No porque mis lolas fuesen grandes y molestas sino porque ya no me bancaba la carga sexual. Me hacían sentir culpable de las cosas que me pasaban ahí, de las que me decían en la calle. Quería aniquilar al símbolo sexual en el que me había convertido”.
Desestima que el planteo del tema en ese contexto hubiese servido de algo: “Nadie me habría dado la razón. Es un actor muy importante, muy famoso”. Y justifica su decisión de no ejercer denuncia alguna señalando: “Está muy mayor, ya no puede hacerle daño a nadie. Hoy, entregar un nombre solo lograría correr el foco del gran tema. Y después de todo, lo importante es que nosotras, las mujeres, podamos reconocernos en las vivencias de las otras. Es detectar ‘qué de eso que leo o escucho me está sucediendo’. Como me pasó a mí”.
Y en tren de ese “despertar de todas”, confiesa una duda en su cabeza, una certeza visceral: “Tengo un tío abuelo que… Todavía estoy tratando de recordar si sufrí un abuso por parte de él”. Recuerdos “muy vagos” de las horas de la siesta atentan contra la inocencia de su yo de nueve años. Otro hecho que vivió en silencio porque, como explica, “no puedo esclarecerlo, pero siento que fue así”.

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