Chiche Gelblung: «Tuve que pedir ayuda a un psicoanalista para entender y aceptar la muerte»

Manoteó los 80 y los estrujó en su bolsillo antes de que hasta él mismo pudiese advertirlos. Porque, como dice, “siempre me he negado mi propia edad mirándome a la cara”. Y no se trata de un rapto de vanidad sino de (casi) un ejercicio. Después de todo, “y honestamente”, el paso del tiempo jamás le ha significado un problema. “Los grandes conflictos reales de mi vida son pretéritos”, señala. “Mi infancia fue complicada y sin alternativa. Ya a los 10 tenía 60. Imagínate a los 20…”. Por lo que, naturalmente nada, ni siquiera esa convención social (“la mirada y el sentido que los demás le dan a un número”), lo harán sentirse mayor. Entre tanto, para Samuel Chiche Gelblung (80), “sólo se es viejo cuando la curiosidad pierde su sitio y el último proyecto se te acaba”. Una suerte que hasta el momento no se ha dado el permiso de transitar.
Es por eso que, a esta altura de la soirée, y a diferencia del común de sus coetáneos, jura vivir sin retrovisor. “Ese tipo de balances o revisiones suelen sucederse al momento del retiro. Y estoy muy lejos de todo eso que, además, te deprime”, sentencia el conductor de Chiche 21 (Crónica TV), Hola Chiche (Radio Rivadavia), 70-20 Hoy (Canal 9) y director de Diario Veloz. “Quienes se retiran lo hacen cuando tienen una vida alternativa ya planeada. Y yo, esa vida, no la tengo aún ni sospechada”, asegura. Chiche guarda una “fantasía” por resolver. Es así que desafiando, con impronta, la teoría de Martin Baron (director de The Washington Post) sobre la agonía de los periódicos impresos, revela: “Quiero lanzar un diario de papel”. Un diario “popular como lo fuera Crítica y dispuesto a competir con Crónica, pero con mayor nivel, menos personas, buenas ideas y más primicias”, detalla aún a sabiendas de la dificultad que insumiría conseguir inversionistas. Apuesta fuerte a que “el acto de la lectura jamás se extinguirá” y elige creer que “al menos 40 mil” de los 44 millones de argentinos estarían dispuestos a seguir honrando este hábito que bien vale el paréntesis para marcar cierta diferencia generacional en el periodismo. “Las nuevas camadas tiene mayor y mejor formación, porque están más dotados en términos del idioma y las tecnologías. Pero no tienen nuestro background cultural. No hay conciencia de un pasado. Y eso tiene mucho que ver con que para ellos, leer es una verdadera tragedia”, sostiene.
En fin. “Ese es mi sueño. Y no voy a morir sin haberlo alcanzado”, impone respecto del “pendiente” que sobrevivió al intento de “bajar al ARA General Belgrano” en el contexto de “un programa que al parecer nadie entendió o no ha interesado a ninguna de las productoras en las que lo presenté”, como dijo alguna vez. Y en tren de la reflexión inicial, Chiche abrió una rendija ineludible haciendo mención a ciertos “conflictos pretéritos” que arrojarán esta charla a un terreno de mayor intimidad y más sensibilidad que el de una trayectoria profesional, de por sí, inabarcable ni en mil charlas. Y una pregunta se hace bandera de largada para este viaje: ¿La forma en que hemos sido mirados, queridos, abrazados de niños, explica quiénes somos y seremos para el resto de la vida? Él reconocerá cierta incidencia, “principalmente la de los contraejemplos”, durante ese recorrido de “dolores y contiendas” al que se animó a ponerle el pecho con apenas 14 años, “cuando decidí irme de casa”.
Gelbung tiene ganas de contar (y de contarse) esa historia una vez más. Desde este lado de la vida, y aunque quizás se enoje con la infidencia en esta misma línea, un poquito sí le gusta revisar, tal vez como refrenda. Como cuando sentado frente al ventanal abierto al inmenso jardín de su casa de Pilar, suele suspirar un: “Pensar que no tenía nada y mirá lo que he logrado”.
La infancia de Chiche (llamado así “debido al bebé precioso que era”), fue signada por “la cultura del trabajo, la política, la persecución” y, seguramente, cierto desafecto de sus padres. Berta Kagan (apellido que más tarde cambiaría a Cohen) y Alfredo Gelblung (un industrial del cuero), “no besaban, no acariciaban, ni siquiera solían compartir la mesa con sus hijos y jamás decían ‘te quiero’”, cuenta a modo de contrapartida, “porque la forma de la paternidad fue uno de los aspectos que más cuidé a lo largo de mi vida. Ya lo dirán mis hijos, pero creo haber sido un padre obsesivamente presente”. Aún así, “mi pediatra era Arnaldo Rascovsky (1907-1995, reconocido psicoanalista autor de El filicidio: la agresión contra el hijo), quien aún preparaba los ensayos que luego se convertirían en grandes obras. Y la incidencia que él ejercía sobre mi familia, con conceptos sumamente revolucionarios como la exigencia de escucha y comprensión para los más chicos, aparentaba ser una gran ventaja”, cuenta. “Ya de grande, cuando lo entrevistaba para mis programas, él me recordaba: ‘Tus viejos estaban muy alerta de todas esas cosas’. Ahora, si ellos alguna vez intentaban incorporar esos consejos… Y, de eso nunca me di cuenta. Pero puede ser que todos esos lineamientos tal vez hayan hecho posible que mis padres me respetaran un poco más hasta el tiempo de dejarlos”, remata suspicaz.
Los Gelblung eran “comunistas de los muy militantes. Y eso también iba condicionando una personalidad”, dice Chiche. “Mi abuelo paterno, stalinista acérrimo, no sabía ni leer ni escribir en español por lo que firmaba con sus iniciales en ídish pero sin embargo era tan vivo que llegó a ser tesorero del Partido”, señala quien se admite “de corazón marxista” y “zurdo por siempre”. No sin advertir, claro, que “la Izquierda nacional no me gusta ni me representa” y que decidió “quebrar vínculos” con gran parte de la agrupación “desde el momento en que se manifestaron **enemigos del Estado de Israel, abogando, como lo hizo Del Caño, por su desaparición. Decir ‘somos antisionistas’, es definirse antisemita”, concluye. A fin de cuentas, “yo fui chico en épocas de Perón, en la que todos nosotros éramos el enemigo. Crecí entre allanamientos, teniendo que correr a quemar libros. Ya a los 8 hacía de campana en las reuniones clandestinas. Y me mandaban a mí por ser el único que conocía bien las patentes de los patrulleros”, relata.
“Y a los 10, muy involucrado en los temas de la fábrica, me encargaba de llevar los pedidos al barrio del Once. Subía solito al tranvía 86, cargando decenas de cajas. Sufría, eh… Todas eran obligaciones nada adecuadas para un niño de esa edad. De hecho, aquella tarea por la que tantos pasajeros me puteaban, me creó una patología. Hoy no puedo cargar ningún paquete, por ejemplo. Realmente me dejó un trauma para siempre”, expone este entre otros tantos como el de seguir comprándose zapatos “de 2 a 3 talles más grandes, según la horma”, tal como lo habían acostumbrado. “La cultura prematura del esfuerzo y del trabajo acompañaban ese marco general de lo que sentía y vivía en la diaria familiar”.
No solo su infancia, al menos esa que aflora en los patios entre juguetes y sin más incumbencias que las de la imaginación, se acabó antes de tiempo. Su formación académica también. “Mi carrera llegó hasta la primaria”, marca. Pero bastó para aprender mucho más de lo que hubiese encontrado en algún libro. Y responsabiliza por eso a la Escuela Nro. 15-Antonio Devoto, “un ámbito de una gran e importante diversidad social”, describe. “Porque por aquel entonces, Villa Devoto era un centro de millonarios, donde vivían todos los judíos empresarios e industriales de Villa Lynch. Y en las aulas se mezclaban chicos ricos y atorrantes que vivían de la calle”. Es con éstos últimos con los que Chiche lograba más afinidad. “Y entre tanto de esta infancia adulta que he tenido, con ellos salíamos a robar caballos”. Sí, como leyeron. “Digamos que se trataba de un delito justificado, porque lo hacíamos con fines sociales”, subraya gracioso.

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