Cristina Pérez: «Después de la crisis que
viví a los 15 jamás volví a ser la misma»

Creció “con infancia desgarrada”, queriendo ser Madonna entre libros de adultos, pocos recursos y muchas certezas. Leyó la Biblia entera, enfrentó a la Madre Superiora y renunció a su colegio. Fue “la chica rara” a la que intentaban hacer sentir “la peor de todas”. Se independizó con 14 y con 19 ya informaba al país. Aprendió a relacionarse con sus miedos y el dolor, por la salud de sus padres. Rechazó la maternidad y el matrimonio, pero jamás al amor y hoy dice estar viviendo su pasión “más épica” con Luis Petri
Fue un trip de 31.187 versículos en busca de respuestas. Del Génesis al Apocalipsis, leyó la Biblia entera. Tenía apenas 11 años pero demasiados, y muy precoces, cuestionamientos que finalmente se harían millones al caer en la cuenta de que la fe nada tiene que ver con la razón. Por entonces se formaba (mientras tanto, eso creía) en el María Auxiliadora, de San Miguel de Tucumán, “y necesitaba entender”, como señala. Así, Cristina Alejandra Pérez (49) iniciaba el camino hacia la crisis existencial que la convertiría en mucho más que una agnóstica definitiva. “Sentía entre otras cosas que, con su mirada, las monjas instauraban que el amor y el deseo eran algo pecaminoso. Entonces yo pensaba: ‘¿Cómo puede ser que Dios nos haya hecho capaces de amar y todo eso, que es tan natural como que las flores florezcan en primavera, fuese tan malo?’”. Y tomó la primera de una serie de decisiones con las que se diseñaría a sí misma, firme y consecuentemente, para siempre.
Al cumplir 15, “ya contestataria y rebelada contra la idea del control y la opresión social de la religión”, golpeó la puerta del despacho de la Madre Superiora para anunciarle: “Me voy de este lugar”. No sin antes, claro, y con el analítico en mano, decirle “algunas cuantas cositas que quedaron entre ella y yo”, relata. “Me la jugué. Sí que eso fue jugármela por la libertad. Mi libertad de pensar”. Tiempo después comenzó el cuarto año de secundaria en el Liceo Nacional, “donde conocí otras formas de amor y de Cristo”, describe. “Porque de repente tenía una compañera embarazada dispuesta a ser madre soltera u otra que trabajaba a medio tiempo como mucama. En fin, muchas historias increíbles, modos diversos de ver y de sentir la vida”. En ese colegio, “que no premiaba ni reconocía a sus alumnos según la cantidad de misas y peregrinaciones a las que hayan asistido”, Cristina finalmente logró ser abanderada.
Son recuerdos pertinentes en una charla que gira en eje de la determinación “como mujer y profesional” que comenzó a manifestarse desde pequeña y que, según dice, la invita a “pasar la antorcha” a otras mujeres. “En especial a las de 30, con quienes suelo identificarme. Quizás por no querer ser mamá o esposa de nadie, dos cosas que decidí alguna vez con el riesgo de ser catalogada como lo peor. Chicas más insurrectas al juicio ajeno y dispuestas a plantarse ante una monja o ante quien sea”, argumenta. Y es así que, té mediante en su tan elegido Four Seasons porteño, acepta desandar los primeros y cruciales 16 años de su vida. “Cuando era una niña con candidez, inconsciencia, la sensación lúdica del ´nada es imposible´ y, por sobre todo, con la gran bendición de tener certeza de lo que quería”.
Cristina nació y creció en un contexto familiar de clase media baja (“a veces cayéndose”) pero de altas referencias. Hasta que su padre, José Antonio Pérez (hoy 73 y ex viajante del rubro farmacia y droguería), logró comprar su primera casa “muy al fondo y sin frente”, vivieron en la que alquilaban sus abuelos. Una propiedad “de aquellas con zaguán”, altillo y un “patio-corazón” que conectaba los cuartos “en los que sabíamos acomodarnos”, la peluquería de él y la sala de costuras de ella. Una pareja de “luchadores” que sufrían, como muchos otros, la hiperinflación. “Aún tengo el registro de la desesperación que de desataba en casa porque los precios cambiaban en cuestión de horas. Algo que hoy, y por la actualidad económica que atravesamos, sigue generándome sobresaltos”, revela. Pero esa “tenacidad tan sanguínea” de los inmigrantes siempre aleccionaba frente a cualquier incertidumbre.
Sus bisabuelos habían llegado en el mismo barco desde Bicorp, un pueblo español de la Comunidad Valenciana que hoy cuenta con 529 habitantes y que solo es renombrado por el Arte Rupestre Levantino de Las Cuevas de la Araña, declaradas por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad en 1998. En fin. “Al llegar a este país, mi bisabuelo Terencio firmó con su pulgar porque no sabía escribir”, cuenta Cristina.
“Su madre se llamaba Desamparados y él, luego, decidió bautizar a su hija como Amparo. Ella fue mi abuela (paterna), la persona más importante de mi vida. Adoraba la potencia de esa mujer que quemó sus preciosos ojos turquesas cosiendo para ayudar en casa. Que se ocupó de que sintiéramos la protección de su cobijo y me enseñó que nada era imposible, que yo no sería ni más ni menos que nadie. Una reina que me empujó diciendo: ´Salí a la vida, vos valés´”, relata Pérez. “Y a la que, además, le encantaba hacerme ropa para que me destacara. ¡De ahí habré salido tan coqueta!”, bromea.
Entre tanto asoman la tía Loló (Amparo, 84), “una de las primeras egresadas de la Facultad de Farmacia”, y María Cristina Navarro (73), “una mamá muy devota”, como define. “Entonces crecí con todos esos amores modelos, sumados al de papá, un auténtico creativo de quién heredé la capacidad de construir castillos en el aire y ese gran atrevimiento que hoy veo en el espejo”.
Describe su cuarto, en el Barrio Plazoleta Mitre, como “el mundo de Alicia”. De color durazno había pintado las paredes y de blanco los muebles de sus bisabuelos que ella misma supo reciclar. “Pasaba horas con un cepillo de brushing en la mano, que oficiaba de micrófono, jugando a conducir mi propio informativo cuando no estaba con la oreja pegada a alguna radio esperando las noticias”, recuerda. “Y cuando vos terminás haciendo en tu vida aquello a lo que jugabas nunca dejás de tener esa sensación de ´¡qué bueno está este juego!´. Es algo que tengo muy presente, muy en cuenta. Siempre me animo a dar un paso más, a tomar riesgos, conservando ese sentido del trapecio. Crecí con pocos recursos y en una provincia con un solo canal (Canal 10), un solo informativo y una sola presentadora, Silvia Rolandi, a quien sigo saludando con total admiración. Pero a los 14 ya tenía voz en un programa radial, sintiendo la certeza de haber nacido para eso”, señala. “Aún cuando nada estaba el alcance. Ni siquiera había carrera de Periodismo ni de Locución en Tucumán. Por lo que, con el correr de los años, aprendí que tener lo imposible es tener un montón. Es tenerlo todo”.

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