Babasónicos cerró el año con el show más convocante de su historia

“¡Agua, agua, agua, agua!”. Entre las canciones de Babasónicos que sonaron el último sábado en el Campo Argentino de Polo se escuchaba un persistente rumor entre el público, más deseo que reclamo. Con el calor y la alta humedad como pegajosos actores secundarios, se imponía una necesaria hidratación para la multitud: unas 55 mil personas que hicieron de este, el recital más convocante en la historia del grupo que surgió en la ciudad bonaerense de Lanús allá por 1991.
Desde arriba del escenario -una estructura piramidal diseñada por Sergio Lacroix que remitía al inolvidable montaje de Daft Punk en su gira Alive- volaban algunas botellas para refrescar, mientras la repentina brisa caliente que iba y venía amainaba el agobio. Pero más importante que este gesto solidario fue el de la elección del repertorio que la banda decidió poner en escena. Porque nunca quieren conformar a sus seguidores de antaño (apenas una breve excursión a los 90s con la envolvente “Montañas de agua”, impulsada por el arrollador wah-wah de la guitarra de Mariano Roger) ni tampoco a los que van en busca de los hits post Jessico (que igual estuvieron): ellos apuntan a los más fieles y por eso entregaron en buena cantidad lo registrado en Trinchera, el notable álbum que lanzaron en 2022.
Mientras su tribu se sigue renovando, la música guiada por el swing babasónico alcanza otro nivel en los detalles, en los vacíos, los silencios, las atmósferas, los no-ambientes, una orquesta cada vez menos barroca que destaca por el balanceo entre el laboratorio electrónico de Diego Tuñón, el pulso clásico & rockero del bajo de Tuta Torres y los detalles percusivos que levantan como paredes entre el baterista Panza Castellano y los comodines multiinstrumentistas: el increíble Carca y el bailarín asesino Diego Rodríguez.
El poeta Adrián Dárgelos es el encargado de darle letra a estas formas cada vez menos ortodoxas de creación y se permite deformar la voz para mojarle el oído a la muerte (en “Anubis”, la primera de la lista), sonreír con jactancia al erigirse como parte de “La izquierda de la noche”, reflexionar sobre estos tiempos cada vez más confusos (”Viento y marea”, “Mentira nórdica”), ensayar sobre una misantropía 2.0 (en “Trinchera”, extraída de Trinchera Avanzada, la versión aumentada del álbum original) e intentar una manera elegante de cómo desaparecer completamente en ”Capital afectivo” mientras la coda lo obliga a estirar el fraseo de los versos finales. En buena parte de estas interpretaciones resaltó la paradoja babasónica: son una banda ideal para disfrutar en un lugar cerrado pero a esta altura de las circunstancias arrastran una convocatoria de estadio de fútbol.
Cuando encaran su costado más convencional, se configuran como una banda de rock en modo a prueba de fallos que incluso parece apostar por los errores. Por ejemplo, Dárgelos erró por poco su entrada en “Pendejo” y también sonó algo desfasado entre la distorsión de “Sin mi diablo” y “Once”. Son pequeños defectos que revelan la condición humana y viva del grupo, pero que son corregidos al instante.
En cambio, rozaron la perfección con las baladas y al ponerse pisteros. Se dio un momentazo cuando la draculiana “Vampi” se enganchó a “El loco” (tal como en el álbum Repuesto de fe) mientras la figura de Carca se imprimía en la pantalla triangular del fondo durante todo el tiempo en que tocó el sitar indio para emular el koto japonés con el que fue grabada la indeleble melodía de aquel hit del año 2001.
Para “Microdancing” y “Los calientes” (apenas separadas por el funky irregular y romántico de “Ingrediente”), las luces de la estructura triangular se volvieron technicolor subrayando lo festivo. Al finalizar esta última, Dárgelos se despojó de las sogas que llevaba sobre los hombros como parte de su vestuario y que lo hacían ver como encargado de amarrar un barco al muelle. Y, como un recordatorio de que esto era un sábado a la noche, le dieron forma a “Bye bye” y sus bordes promiscuos para subir aun más la temperatura.

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