Jim Carrey y un cheque de la suerte que lo ayudó a superar una triste infancia

Con sus extravagantes personajes y expresiones faciales delirantes, se convirtió en uno de los actores mejor pagos. Pero antes del gran éxito tuvo que recurrir a un cheque imaginario.
Aunque el presente de Jim Carrey no es un lecho de rosas, su pasado no fue mucho mejor. Es cierto que entre esos inicios y este tiempo oscuro vivió unos cuantos años de gloria. Por casi 30 años demostró una enorme capacidad para hacer reír en comedias livianas como Mentiroso, Mentiroso, La máscara y Tonto y Retonto o expuso su versatilidad en papeles dramáticos como en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y The Truman Show. A veces su histrionismo podía saturar, pero el público acompañaba sus propuestas. En cuanto a la crítica es cierto que nunca ganó un Oscar, sin embargo fue nominado a los Globos de Oro en cuatro ocasiones y se lo llevó en dos.
Al verlo en entrevistas y premiaciones, con su sonrisa enorme y una energía apabullante, pocos podían pensar que ese actor que parecía derrochar éxito había tenido un pasado donde la palabra pobreza y tristeza eran cotidianas.
Aunque detenta la ciudadanía estadounidense, Carrey nació en Canadá. Su familia no llegaba a ser disfuncional pero mostraba algunos “problemitas”. Su abuelo alcohólico cuando no se ponía agresivo no mostraba ni un poco de emoción por su nieto. Su madre, Kathleen, era un ama de casa que quería mucho a sus hijos pero muy hipocondríaca. Para ella un resfrío era neumonía y si le aseguraban que el quiste que le habían encontrado era en un 98% benigno, ella solo pensaba en el 2% de posibilidades malas. Como su mamá pasaba casi todo el tiempo con alguna enfermedad imaginaria, el hijo menor descubrió que si lograba hacerla reír, ella se angustiaba menos. “Mi mamá estaba en la cama y tomaba un montón de pastillas para el dolor. Yo quería que se sintiera mejor. Entraba en su cuarto, imitaba a una mantis, hacía cosas raras, rebotaba contra las paredes o me tiraba por las escaleras para que se riera”.
El niño dejaba lugar al cómico. Solitario, su diversión favorita era permanecer horas frente al espejo haciendo miles de muecas. Sus padres, preocupados tan extraño pasatiempo, intentaron que dejara de hacerlo pero el remedio que idearon resultó peor que la enfermedad. “Mi mamá llegó a decirme: Si seguís mirándote al espejo… vas a ver al diablo. Y eso, para un chico, por supuesto, fue como… excelente. ¿Estás ahí, diablo? Vamos, salí, salí… Solo logró empeorar la situación.”
La risa primero fue paliativo de enfermedades imaginarias y luego, terapia familiar. Su padre, Percy trabajaba como empleado administrativo y era músico aficionado. Pero de un día para otro, el hombre se quedó sin trabajo y la familia se tuvo que ir a vivir a una casa rodante, una vivienda que, como se muestra en las películas, suele ser el escalón anterior a sobrevivir en la calle. Fue en esa época que Jim comenzó a irse a dormir con sus zapatos de claqué cerca de la cama. Las discusiones entre sus padres comenzaron a ser frecuentes y la única manera de detenerlas era saltar de la cama, ponerse los zapatos y empezar a bailar hasta hacerlos reír.
No solo era la alegría del hogar. Desde los 9 años, el menor de los Carrey hacía excelentes imitaciones de famosos. Eran tan divertidas que los profesores adelantaban el recreo y en los últimos minutos de clase le daban vía libre para realizar una mini función en el aula. Otras veces, como era muy inquieto le permitían contar chistes a sus compañeros a cambio que hiciera su tarea concentrado y a tiempo. Es decir, chito la boca.
Pero en su hogar, la plata seguí brillando por su ausencia. Percy encontró trabajo como guardia de seguridad y sus hijos como empleados de limpieza en una fábrica de neumáticos. Las jornada laborales duraban ocho horas y Jim tuvo que dejar la escuela. Comenzó a convivir con algo mucho peor que el agotamiento: la desesperanza. Percy notó que su hijo menor comenzaba a perder esa alegría que lo hacía único y lo incentivó para que se probara como comediante en los bares locales. Talento parecía no faltarle, pero la suerte andaba jugando a las escondidas
La primera actuación fue a los 15 años y resultó un fracaso tan rotundo como espantoso. Vestido con un traje amarillo de poliéster que le había hecho mamá intentó contar unos chistes, pero el público no respondió con carcajadas sino con un estruendoso y casi interminable abucheo.
Lejos de rendirse, se aferró a lo único que lo hacía sentir vivo. Mejoró su show y el “boca a boca” hizo el resto. Se comenzó a difundir que había un muchachito muy gracioso, con un talento único para cambiar sus expresiones y que hacía reír con más de ochenta imitaciones. Las más festejadas eran las de Clint Eastwood, Elvis Presley, James Stewart y obviamente la de Jerry Lewis, otro actor de mil morisquetas.
Perdido por perdido o con esa confianza que solo da saber que lo único que hay por delante es futuro, Carrey con 17 años dejó Canadá y se mudó a Los Ángeles. Rentó un monoambiente al que llegaba con la plata justa para el alquiler. Sobrevivía con distintos trabajos y aunque actuaba en distintos programas de humor la gran oportunidad no llegaba. Parecía que debía dejar sus sueños de artista y decidió visualizar un futuro mucho más grato que ese presente. Una noche tomó un papel y extendió un cheque imaginario por diez millones de dólares de Jim Carrey para Jim Carrey. Lejos de romperlo o hacer un avioncito, lo guardó en su billetera con la certeza que se haría realidad. “Me hizo sentir bien visualizar un mejor futuro”. Así lo relató en el programa de Oprah Winfrey.
Llevó ese cheque tan falso como esperanzador durante cuatro años. Y ya sabemos cómo siguió la historia. Su irrupción en Hollywood fue meteórica. En 1994, con 27 años y diez años después de su llegada al planeta Hollywood arrasó con tres comedias: Ace Ventura, La máscara y Tonto y Retonto. Dos años después ya era el actor mejor pago del momento gracias a los 20 millones de dólares que cobró por El insoportable, una comedia oscura y perturbadora dirigida por Ben Stiller, pero que desconcertó a sus seguidores acostumbrados a un humor más escatológico.
Recuperó la senda comercial con Mentiroso, mentiroso, pero en una jugada tan arriesgada como valiente se animó al cine de prestigio. Por la mitad de su cachet habitual incursionó en registros diferentes con El show de Truman, El mundo de Andy y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos.
En los últimos años, el hombre de la risa fácil entró en una decadencia artística y personal. A la falta de buenas películas, se le sumaron varias relaciones complicadas. La última lo devastó. Su novia, Cathriona White murió luego de ingerir una sobredosis de antidepresivos recetados para su pareja. Carrey y White habían comenzado su relación en 2012, aunque el vínculo duró unos pocos meses. Volvieron en mayo de 2015, pero terminaron con el noviazgo días antes de que la joven se suicidara.
Antes de este episodio, en el 2010, con una gran valentía, el actor admitió públicamente que sufría depresión y trastorno bipolar. Su condición lo llevaba a alternar momentos de euforia e impulsividad desmedida con otros de profunda angustia.
Para peor levantó polémica cuando aseguró que no estaba en contra de las vacunas para los niños pero si contra la vacunación obligatoria. “El gobernador de California dice sí al envenenamiento de más niños con mercurio y aluminio con las vacunas obligatorias. Hace falta detener a este fascista a sueldo de las empresas”, escribió en un tuit.
Hoy su futuro es incierto y parece que ningún cheque falso lo ayudará a salir del pozo donde está metido. Ojalá pronto se recupere. Porque un tipo -exasperante o no- que hizo reír tanto a tantos merece un presente más liviano o al menos, como pide la canción, “algo de paz”.

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