Victoria Vannucci: «Un día ya no tuve ganas de vivir y mis hijos me rescataron»

Cruda, y en primera persona, relata el “infierno” que vivió lejos de todo y en soledad, “sin poder mirarme al espejo”. Depresión, ataques de pánico y los pensamientos más oscuros. De visita en Infobae, revela las claves de una “sanación a través de la naturaleza”. Cómo educa a sus hijos –Indiana y Napoléon– sin ocultar su pasado. Y por qué le cuesta enamorarse: “Amo ser mi propia mujer”
Vino algunas otras tantas veces. Pero esta es la primera en la que siente que volvió. “Sin camuflajes. Ni operativos de distracción. Ni la angustia por las temidas repercusiones de un recibimiento incierto”, como detalla. Victoria Vannucci (39) sí que volvió. “Volví a disfrutar de las calles porteñas. Volví a ver a los ojos a quienes quiero. Y volví a sentir orgullo al mirarme al espejo”, revela al inicio de esta conversación a la que antepone un “teneme paciencia”, surfeando su emoción. Hace algunas horas acompañó a su madre a una sesión de quimioterapia, motivo prioritario de su “regreso al origen”, como nomina a ese abrazo entre las dos. La noticia del cáncer de mama grado 2 estalló en plena pandemia, a 6118 kilómetros “de una distancia que ya no existe”, anuncia. “Me desesperé. Necesitaba estar con ella y llenarme el corazón”.
No cabe más que optimismo. Porque sabe que María Inés (Godoy) es “una gran luchadora”. Y en ella pone bastante responsabilidad de la unión de una familia a la que hoy –después de más de cinco años– reencuentra agradecida. “Lamentablemente, todo lo que viví en el pasado me dejó sola: sin ellos, sin amigos, sin mi país”, dice. Habla de su “huída” tras la cancelación popular por una serie de “eventos desafortunados” de los cuales “entendía poco, como hoy en día”. Internamente, los coletazos de aquellos tiempos de “brutal inmadurez e inexplicable arrogancia”, debilitaron los vínculos familiares. Hasta cortarlos. “Sí, atravesamos situaciones muy difíciles. Pero los años, que también me ayudaron a crecer, fueron depurando lo peor. Limpiaron. Y fue así que sanamos”.
Acordando que la infancia nos define para siempre y en este reconectar con las raíces que asegura estar experimentando “con extra sensibilidad”, Victoria viaja a los frontones de Vélez, de River Plate (a los que representó con siete campeonatos de tenis ganados) y al de Racing Club (donde obtuvo el puesto número uno del país en Masters). Sabe hacia dónde va con su relato. “No tuve una crianza normal. Y no lo digo por mis padres, quienes no hicieron más que apoyarme, sino por la dirección a la que apuntaba”, cuenta. “Yo arranqué mi vida como tenista. Entrenando desde los seis años, con el sueño de ser como Gabriela Sabatini y anhelando representar a mi país (fue ganadora de los Torneos Bonaerenses y alzó la Copa Argentina en singles y dobles). Crecí como profesional. Porque era una niña profesional. Rodeada por psicólogos del deporte, guiada por figuras como Guillermo Vilas, Tony Pena o Palito Fidalgo, y corriendo con mochilas de arena en las pretemporadas de Pinamar”, cuenta.
“Mientras yo pasaba horas peloteando, las demás chicas de mi edad iban al colegio, salían, bolicheaban, se maquillaban juntas y daban sus primeros besos. Pero yo quería más de la vida. Siempre quise más de la vida. Debía ser la mejor. Porque de eso dependían las becas, los viajes y las raquetas que mi familia no podían pagar”, relata. “El tenis me quitó la posibilidad de una infancia normal, sí. ¿Pero cómo podría arrepentirme de algo si me dio la fortaleza mental y la predisposición permanente para la superación? El tenis, sin saberlo, iba a salvarme la vida”, asegura.
Eso sería muchos años más tarde y conforme avancen los párrafos de esta nota sabremos por qué. “Es así que en algún momento decidí vivir de golpe todo lo que no había experimentado. Ese fue un shock muy grande. Un tsunami que sin dudas me descalibró”, admite. Linkea esa suerte con la familia al cuestionar la relación con su padre, Raúl Vanucci (ex futbolista profesional y luego empleado en una concesionaria automotriz). Quien, tras los últimos dichos registrados mediáticamente, fue acusado por ella de maltratos y de subestimación. “Cuando hablé de él, estaba envuelta en un torbellino. Todavía demasiado inmadura, soberbia y creyendo que sabía todo”, señala. “Cuando la gente no trata los temas que debe tratar a tiempo, los años los van tapando. Los tapa y los tapa, hasta hacer una gran torre. Y ante un mínimo derrumbe, se cuelan los fantasmas y todo empeora. No fue justo de mi parte haber hablado de él en aquel momento y, mucho menos, haberme expresado del modo en el que lo hice. Pero todo en mi vida era tan público, tan escandaloso, tan desequilibrado… ¡Una gran ensalada! Mi familia no merecía nada de eso. Con el tiempo yo aprendí a verlo y ellos a entenderlo”, dice. “No me avergüenza reconocer mis errores. Porque sé que no hay otro modo de progresar, de ser mejor. Como en las canchas”.
—¿Cuáles fueron los grandes errores de tu vida?
—Uff… ¡Hubo tantos! Crecí en los medios. La fama marea. El dinero marea. Y a mí me mareó de tal forma que me alejó de quien quería ser. Me puso en un mundo que no era el mío. Siempre fui una mujer simple, de una familia humilde. Y de repente me topé con un universo distinto. Con gente distinta. Con situaciones y oportunidades que no había vivido nunca. Al principio la alta sociedad y el lujo te obnubila. Trataba de pertenecer, pero no lo lograba. Desde el momento en que tenés choferes para todo, no manejás más. No hacés un trámite más. Te hacen todo. Y perdés el eje. Llegué a tener tantos guardaespaldas que nadie se me podía acercar. Esa no era mi vida. Esa no era yo. Ni era feliz. Y empecé a caer.
—¿Cuál fue ese instante en el que te das cuenta?
—Hacía poco me había ido de la Argentina. Una vez, ya instalada en Estados Unidos (Miami), me miré al espejo y no me reconocí. Tenía dos hijitos, Indiana de cuatro años y Napolito (Napoleón), de dos y medio. Por suerte, si es que se le puede llamar así, eran chiquitos y esa etapa mía no la presenciaron conscientemente. Delante de ellos yo trataba de sacar fuerzas de donde no tenía y a veces evitaba que me viesen. No me reconocía. Pasaron los días. Las semanas. Y, literalmente, no pude levantarme más. No podía respirar ni encontrarle sentido a nada. Así conocí el pánico y empecé a tener ataques cada vez más frecuentes.
—Entonces, mientras creíamos que estabas teniendo la gran vida, que eras sumamente feliz y tenías todo…
—¡No tenía nada! Todo lo que había construido se vino abajo. Mis amistades desaparecieron. No había nadie que me ayudase a nada, ni siquiera emocionalmente. Sabía que debía seguir respirando porque estaban mis hijos. Pero no… No. Perdón (pide unos minutos para reponerse de sus emociones). No podía pasar delante de un espejo. No podía verme. No podía. Cada vez era peor. Hasta que ya me resultaba imposible cruzar la puerta de mi casa. No podía controlar el pánico y me despertaba en el medio de la noche. Ya no era una vida que pudiese disfrutar.
—¿Cuánto tiempo lo padeciste?
—Estuve tres años y medio, cuatro, con depresión. Nunca antes me había deprimido, quizás porque no me había dado la oportunidad. En los momentos en que tal vez debí haber estado deprimida, seguí. Siempre seguí. Y fue una avalancha.
—¿Qué detonaba esa angustia? ¿Situaciones en casa, algunas viejas sin resolver que a la distancia explotaban…?
—Qué se yo… Rupturas. La pérdida de mi familia. La situación con los animales… Y todo eso que había sabido construir, como mujer, como profesional, con orgullo, por haber venido de un lugar humilde, se iba. Mi nombre se convirtió en mala palabra. Perdí mi afinidad con la gente. Me odiaban. Y luego supe que no era la víctima de nada, debí entenderlos. Pero lo que más me pesaba era saber cómo iban a verme mis hijos el día de mañana. Qué imagen tendrían de mí. No encontraba la manera, el wayout. No veía la luz al final del camino.
—En todo tu entorno, ¿no había alguien que advirtiese esa situación?
—No, para nada.
—O la veían pero elegían no hacerse cargo…
–Puede llegar a ser. En ese momento no tenía a nadie cerca. Durante cuatro años de depresión, no he tenido ningún tipo de ayuda emocional.
—Pero en algún momento debiste pedirla. ¿Cómo saliste de ese estado?
—De alguna manera la ayuda salió de mi ser. Es por eso que sigo agradeciendo al tenis. A su mentalidad, que siempre me acompañó. Una capacidad que me ha mantenido absolutamente lejos de cualquier tipo de excesos, ni drogas, ni pastillas, ni estimulantes de ningún tipo. Fue esa voluntad natural lo que permitió que pudiera recrearme.

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