Eva De Dominici: «Si no actuaba, el dolor y los fantasmas de mi infancia me comían viva»

La tristeza “aún insuperable” por la separación de sus padres y la demencia de su abuela fueron algunas de las marcas de su niñez, entre Lanús y Villa Fiorito, donde creció sin lujos pero con la misma determinación con la que hoy se abre camino en Hollywood. Habla del terror que tenía a ser mamá. De la experiencia “poco romántica” de un embarazo con incertidumbres y de un parto con sabor a “orfandad”. El vínculo “transformador” con su hijo Cairo, el amor junto a Eduardo Cruz Sánchez y la intimidad de la nueva vida que comparten en Los Ángeles con vistas a un futuro sin fronteras
Me invita un té. Aliado y pretexto de esos momentos de “calma y reconexión” que a diario se reserva, por no decir que se exige. Abrió su valija y sacó dos saquitos del compartimento de sus trip essentials donde, además, lleva un iPad en el que explora ficciones “para saber qué moviliza hoy a los actores y directores del mundo”, y un pendrive con el tráiler de su infancia: “Horas de fotos y videos familiares que me ayudan a estar cerca de mi yo-niña”. Introspección continua, avidez de crecimiento y celebración del propio origen: un buen prefacio que infusiona esta charla con Eva De Dominici (26), de vistita en su país a tres años del giro más inesperado en el guion de su historia.
Esta road movie inició en 2015. Los Ángeles, exterior, casa de alquiler. El propietario que la recibió –en compañía de su madre y de su hermana durante el tramo final de un viaje improvisado–, caprichoso y visionario, le bookeó cita con su amigo manager de artistas. Un solo casting-tape le valió su participación en Jane, the virgin (The CW). En 2018, de regreso en California, Oretta, una influyente estilista italiana, se obsesionó con ella en una cena. “¡Ornella Mutti! –dijo–. La chica que habíamos estado esperando”. En cuestión de días, Eva protagonizó la campaña de lencería de Yamamay, el episodio piloto de Ji y fue una científica rusa en el filme The Soviet Sleep Experiment, de Barry Anderson. Pero la escena crucial se desataría luego, en uno de esos bares random de Sunset Boulevard, cuando Eduardo Cruz Sánchez (36) entró a cuadro. Entonces supo que esa ciudad –”hasta el momento, de idas y venidas˝– sería su destino. Aunque, por “intensa, inquieta y buscadora”, hoy le es imposible asegurar que sea “el final”.
Seis meses después de aquella noche: el embarazo. No hubo tiempo para acomodar tanta distancia. “Sí, claro. Lloré. Y lloro. Soy sensible y triste por momentos. Falta esa sal del día a día. Del: ‘Hey, pá, ¿te venís a comer un asado?’. Pero mi realidad no es la de un inmigrante en busca de oportunidades. Yo elegí formar una familia. Hice de ella mi lugar”, señala hoy, desde su suite en el Hotel Madero. La factura con el precio emocional del desarraigo llegaría con Cairo (15 meses). “Ni la gestación ni el parto fueron tránsitos románticos”, señala valiente frente a los clichés. “La maternidad me conectó con la vida, pero también con la muerte. Con la idea de finitud. Con la certeza de que mi hijo algún día morirá. Una contradicción a la gran experiencia, al acto de valentía que significa ser mamá. Hoy confirmo que me gusta más este presente con Cairo que los primeros meses juntos”. Sí, Eva dice haber sentido miedo, angustia y soledad.
“Durante las tres últimas semanas de embarazo, cada dos días, me metía en la sala de emergencias de la clínica diciendo que tenía contracciones de parto. ¡Mentira!”, recuerda. “Lo único que quería era ser internada y tener a mi bebé de inmediato”. Hasta que una de las médicas le marcó un stop: “Eva, no vamos a hacerte una inducción. No vuelvas hasta dentro de seis días”. Horas después visitó otro hospital. En el Centro Médico Cedars Sinai –al confirmarse “fluido bajo y presión alta”– logró su cometido. El parto la aterraba. Dos fantasmas le habían quitado el “dulce” a la espera. “Crecí con un primo que nació con parálisis cerebral severa”, cuenta respecto de Christian, dos meses mayor que ella, con quien dice haber tenido una gran conexión desde muy chica. “Mi tía Liliana había llevado muy bien su embarazo hasta que a último momento se sintió mal y las complicaciones, de lo que creo fue un desplazamiento de placenta, obligaron a inducir un parto prematuro con secuelas severas”, relata.
Otro nuevo temor se sumó a aquel heredado. Al tercer mes de embarazo, Eva recibió un llamado de un genetista “sin empatía alguna” que le advirtió de la presencia de dos mutaciones en su ADN, concernientes al área cerebral y a la renal. En resumidas cuentas, si Eduardo tenía al menos alguna de ellas, había 25% de probabilidades de que el nacimiento el bebé tuviese un pronóstico fatal. “Durante el mes y medio que tardaron en llegar los resultados de la punción, estuve ida por la incertidumbre. Entramos en una burbuja de silencio. Nos costaba comunicarlo, compartirlo. Y lo atravesamos como pudimos”, dice. Eva debió considerar todo, incluso el uso de lo que manifiesta su derecho. “En California, desde el momento en que te confirman un embarazo te concientizan sobre tus opciones: continuarlo, recurrir al sistema de adopción o interrumpirlo. De haber tenido la certeza de que mi hijo tendría pocas posibilidades de vida, no hubiese continuado la gestación”, asegura. Militante por la Ley del Aborto Seguro, Legal y Gratuito, manifiesta: “Me pareció muy lindo tener a la mano esa chance y no la presión o la imposición social respecto de este tema que debe tomarse como de salud pública”.
Nunca supo qué es un dolor de parto; el suyo duró cinco minutos. “Entré con la medicación conectada a una vía, sin miedos, sin estrés… ¡Drogada!”, dice con gracia. “Nada malo pasaba en el mundo”. Pero cuando el efecto desapareció, “caí de golpe: tenía un hijo”. Todos habían dejado ya la habitación: entre ellos Encarnación Sánchez, su suegra, y su abuela Ñata, quien viajó especialmente para el nacimiento. “Fui feliz con su compañía, pero no era papá ni mamá”, explica Eva. Fabio Quatrocchi, su padre, se ausentó por “un problema personal”. Y Patricia, su madre, fue internada de urgencia horas antes de subirse al avión hacia L.A. “Los médicos le detectaron una aneurisma y por suerte fue a tiempo”, dice la actriz. Debió ser intervenida quirúrgicamente días después del nacimiento de su nieto.
“Entonces pude conectar con mi pichón. Lo miraba y me emocionada pensando: ´Listo, te solté, ya estás en la vida´. Pero a la vez tuve una sensación de orfandad, de soledad total. Me vi en un nuevo contexto y lejos de todo”, relata. Solo quedaba Silvia, su NSC (New Care Specialist), profesional encargada de las rutinas de sueño y otras situaciones de cuidados para recién nacidos. “Ella me contuvo. Me escuchó llorar toda la noche. Sería la primera de varias en ese estado”. Las sesiones de terapia vía Zoom con su psicólogo argentino apuntaban a mitigar ese estado. “Pero yo seguía con la cabeza en otra dimensión”. Tanto, que en el intento de una operación bancaria electrónica mientras amamantaba a Cairo, en vez de cambiar 68 dólares, cambió 6800. Había perdido seis mil dólares en un click. “Toqué fondo. Todo era una crisis. Todo me angustiaba. Un día pensé: ´¿Esta será mi vida de aquí en más?’. Luego se pasa… Bajé mis exigencias conmigo misma, me permití el ocio, algo que jamás había logrado, y entendí que debía parar”, describe. “Cambié mucho después de ser mamá. Me paré de otra manera. Con más entereza y determinación. Aprendí a valorar y administrar mejor el tiempo. A afinar mis búsquedas. A definir hacia dónde quiero ir”.

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