La conmovedora decisión de la cantante de Roxette cuando supo que su vida se terminaba

En sus últimos años Marie Fredriksson, la rubia que impuso un estilo en los 90, ya ni siquiera recordaba sus hits. Le habían diagnosticado un tumor maligno en el cerebro en 2002 y le dieron dos años de vida. Murió en 2019. Pero nunca dejó de cantar. Los años de fama, la lucha contra el alcoholismo y su enorme fe.
Cuando supo que el tumor cerebral con el que había luchado por más de una década ya no tenía vuelta atrás, Gun-Marie Fredriksson, se refugió en la música como lo había hecho siempre, y especialmente desde que los médicos le dieron el diagnóstico original, en septiembre de 2002.
Pero esta vez era diferente: ya no era sólo la chiquita que cantaba los domingos en la Iglesia para sentirse libre de la vida de restricciones y pobreza de su familia trabajadora en la Suecia rural, ni la que temblaba frente a los productores para después mostrarles un talento y un registro fuera de serie; ya no lo hacía por la fama ni por el dinero ni por romper de nuevo los rankings de los charts.
Lo que buscó deliberadamente, desde entonces –y hasta su muerte, el 9 de diciembre de 2019– fue dejar un legado y poder “reconstruir su historia”. Y eso tampoco era solamente para el público de tantas generaciones de todo el mundo que se había enamorado, había llorado sus rupturas y había bailado hasta olvidarlas con Roxette, el exitoso dúo que creó en 1986 junto a Per Gessle; sino para ella misma.
En sus últimos años, la rubia platinada que –junto a Sinead O’Connor– impuso un estilo que miles imitaban en los 90, brillando con su pelo cortísimo entre sus camperas de cuero, ya ni siquiera recordaba las canciones con las que había hecho historia en el Billboard, y tuvo que aprender a leerlas otra vez en un teleprompter con una dificultad enorme: había quedado ciega del ojo derecho y también fue perdiendo la movilidad de la pierna de ese lado, además de una parte de la audición.
Pero, hasta que pudo, se aferró con entereza y casi de manera terapéutica a los shows en vivo y a la devoción de sus fans que estuvieron ahí para aplaudirla cada vez que el esfuerzo y los dolores la hicieron tambalear en el escenario.
Habían arrancado en 2009 el Neverending Tour –una referencia a su single debut, Neverending Love–, con el que llegaron a hacer 256 conciertos; habían tocado en 2010 en el casamiento de Victoria de Suecia y en el de la princesa Magdalena, en 2012. Y en 2013 editó el que sería su último disco solista, Nu! (Ahora), que retomaba por primera vez su lengua materna, el sueco. Ahora volvía a sus raíces, ahora estaba anclada en el presente, no importaba cuánto tiempo le quedara.
Algo más hizo Fredriksson para recuperar su propia historia: en 2013 llamó a la periodista Helena von Zweigbergk para que la ayudara a escribir su biografía, Listen to my heart. En una paráfrasis de su hit de 1988, quería que fuera el mundo el que escuchara su corazón, poder contar sus recuerdos sin orden ni cronología, apenas guiada por la emoción.
Von Zweigbergk trabajó junto a la cantante por más de dos años en shows, rutinas y grabaciones, además de acompañarla en parte de su última gira, a mediados de 2015. “Tiene que ser honesto. Solo quiero decir las cosas como son. Nada de tonterías. Simplemente quiero contarlas sin rodeos, tal y como han sido”, le había pedido Frediksson. Cuando se publicó, en 2014, sentía que lo había logrado.
Con Von Zweigbergk, la cantante se abrió para repasar la desolación de una infancia humilde y con cinco hermanos de los que era la más chica, y el dolor silencioso que los arrasó cuando, en 1965, murió en un accidente la mayor, Anna-Lisa. “A veces me pregunto hasta qué punto nos ha influido el hecho de fingir que no pasaba nada –cuenta–. Nos convertimos en ese tipo de personas que piensan que es su obligación hacer que todo el mundo se sienta bien”.
Pero para cumplir con esa obligación, su padre, Charles, un cartero que ya tenía problemas con el alcohol antes del accidente, buscó la anestesia de la bebida. Marie tenía 7 años y, aunque quería mucho a su papá y la violencia no era física, se acostumbró a escucharlo decir barbaridades cada vez que tomaba.
De esos años de infancia también aprendió que la fe podía ser un consuelo. Cantar en el coro de la Iglesia con su hermana Tina –la más cercana a ella en edad y su confidente y sostén hasta el final de sus días–, la hacía sentirse libre dos horas a la semana. Nunca abandonó la religión: “Tengo una fe muy fuerte desde chica y la vivo de una manera muy privada; es mía y está dentro de mí. La fuerza que me da me ayudó a superar muchos momentos difíciles”, dice en sus memorias.
Claro que nacer en una familia pobre en una socialdemocracia escandinava como la sueca, no es la condena a la falta de oportunidades de los países sin Estado de bienestar. Aunque entre sus recuerdos hay demasiadas comidas en donde no había más que “sopa de leche”, a los 17 años Fredriksson pudo inscribirse en una prestigiosa escuela de música pública para seguir su vocación.
La fascinaban Los Beatles, Deep Purple, Jimi Hendrix y, sobre todo, Joni Mitchell. Y al igual que la leyenda canadiense, Marie sorprendió a sus profesores con un color de voz femenino absolutamente diferente. Robert Thorselius cuenta en The Look for Roxette: The Illustrated Worldwide Discography & Price Guide (2003), que nadie en el instituto de Svalöv, en el sur de Suecia, tenía un rango parecido al de ella. Y que, por eso, pronto se unió al departamento de teatro, donde compuso sus propios musicales cuando era una adolescente, y terminó por actuar en Estocolmo ante el Primer Ministro de entonces, Olof Palme.

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