Silvina Luna: «De chica me faltó amor en una casa en la que se vivían momentos de violencia»

Una infancia con recuerdos de “miedo y angustia”. La huida de casa a los 17. El vinculo con su padre que sanó de adulta y con su madre, que “se dejó morir”. El error que le costó la salud para siempre. El ataque de pánico en un taxi. Los 9 meses en Panamá que cambiaron su historia. La decisión de ser “mamá sola” y por qué hoy elige la soltería. Esta es la historia de su espiritualidad que pronto será un libro
Isabel era tanguera. De esas de “pelo encendido, taquitos y milongueadas”. Voz en la banda de su marido pianista. Fatua hermana de un ciudadano ilustre por su arte en el violín. Un tanto adusta, pero de mate generoso. Testigo de Jehová (“de las de prédica y congregación”) y paradójicamente, “negada a recibir visitas en casa”. Su abuela era todo eso y, además, “mi abrigo y mi refugio en una infancia con algunas tristezas”, define Silvina Noelia Luna (42) en un relato sobre esa presencia “clave” en su vida. Y viene a cuento porque, “incrédula de las casualidades”, reconoce aspectos que ella le ha legado como “insospechadas herramientas” para el tránsito intenso de su historia. La desfachatez, o cierto histrionismo, que se le hizo oficio, es uno. La afición a la soledad, es otro. Y finalmente, la necesidad de “un camino espiritual a base de saber mirarme, preguntarme y escucharme”.
Su abuela estará presente más de una vez en esta charla que tendremos en el departamento del Palacio Raggio (San Telmo) respecto de lo que, en definitiva, será la historia de su espiritualidad. “Aquí estoy otra vez, como el Ave Fénix”, dice tras la última y reciente internación que escapó a la rutina, de otras tantas, por los 30 días que esta vez le valieron los intentos médicos de compensación. Hipercalcemia e insuficiencia renal fue el saldo de la mala praxis que sufrió en 2011 durante la intervención quirúrgica en la que Aníbal Lotocki (hoy condenado a 4 años de presión y 5 de inhabilitación para ejercer la medicina) le inyectó biopolímeros (polimetil metacrilato) en glúteos y muslos. Un cuadro crónico que, desde entonces, le exige laboratorios semanales y la sumió en una investigación personal en busca de la solución. “Durante muchos años viajé, aprendí y visité médicos hasta descubrir que existe uno en Colombia dedicado al estudio de este tema que mata a miles de personas alrededor del mundo”, apunta. Mientras tiene la certeza de ir en “buen camino” con la esperanza puesta en los avances de la ciencia, asegura amanecer eligiendo de qué modo vive “el día a día”.
“Fue duro y de gran aprendizaje”, anticipa. En este último ingreso, en el Hospital Italiano, una micobacteria puso en jaque el tratamiento habitual y el panorama fue, por lo menos, “alarmante”. Y todo se hizo más difícil por la ausencia “de mi gran compañero y contenedor emocional”, como rotula a su hermano. Ezequiel Luna (37), manager de DJs y nuevo experto en Bitcoins (una actividad a la que lo empujó el cese de eventos durante la pandemia), “estaba de trámites en Italia cuando sucedió”. Y aunque la soledad ya se la hecho cayo o, mejor dicho, se le ha hecho camarada, Silvina tuvo que enfrentar su necesidad, “pidiéndole compañía a mis amigas que ya son familia” y, una vez más, a sus propias emociones. En definitiva, el quid de su “maestría”.
Siempre ha sido curiosa. Los sermones en las congregaciones a las que la llevaba su abuela habrán “dejado su semilla por ahí”, dice Silvina. Pero El poder de la hora (el libro de Eckhart Tolle) marcó el punto de inicio de su camino espiritual en el que encontraría luego El Arte de Vivir, la biodescodificación, la terapia de constelaciones, el budismo y el Mantra Hare Krishna, la lectura de la Kabbalah, entre otras tantas experiencias.
“Por entonces era una adolescente en cuestionamiento permanente. A los 14, 15 años, mientras mis amigas estaban en la joda, yo me hacía demasiadas preguntas. Tenía tomos y tomos de mis diarios personales en los que volcaba reflexiones y sentimientos”, relata. “Me ganaba la rebeldía, esa necesidad de expansión de la que hablaba Suzanne Powell (autora irlandesa de Atrévete a ser tu maestro, entre otros libros), una de mis grandes referentes, cuando decidió buscarse más allá de su pueblo. Y eso era lo que yo sentía de chica mientras vivía en la zona sur de Rosario”.
Hoy Silvina es coach ontológica, “una formación de dos años en las que se adquieren herramientas para acompañar a otras personas en espacios de autoobservación, para conocerse y detectar todas esas otras posibilidades de acción en sus vidas”. Y ella dice haber “vivido 100 y, de todas, aprendido”. Eso es la espiritualidad para ella. “Conexión con uno mismo. La escucha de nuestra voz interna. Mucho más allá de los condicionamientos, las exigencias y los deberíamos con los que llegamos a adultos. Y con consciencia de que podemos conectar con algo mucho más grande”.
Condicionamiento y exigencias resultan términos pertinentes para viajar a ese día de 2011 en el que frente al espejo decidió que sus glúteos debían verse mejor. Claro, había vivido fuera demasiado tiempo y su regreso al teatro de revistas “debía ser con todo”, creyó. “El peor error de mi vida -como titula- nació de la ignorancia, de creer que mi valía dependía del aspecto, de mi inseguridad, de la soledad, de la falta del consejo que mis viejos me hubiesen dado”, señala. Y ante la pregunta respecto de la raíz de esa ausencia de confianza que menciona, Silvina responde con la firmeza de quien ha sabido suturar la cicatriz. “Mi autoestima fue un trabajo de años. Y todo tuvo origen en mi infancia”, revela. “Yo era una chica alegre pero muy solitaria. Creo que a mí me faltó amor”.
Honra a sus padres, “pero en aquel entonces estaban demasiado inmersos en sus mambos y peleando mucho entre ellos”, dice Luna. “Tenían 22 años. Eran como adolescentes intentando ser papás. Y llegué a sentir que no me veían. No… No me veían”, cuenta. Elige una imagen de su niñez: “Tenía cinco años, estaba sentada en la cama y oliendo el camisón de mamá, como si la abrazara”. No la olvidará jamás, como tampoco “el día más feliz de mi vida”. Fue una tarde en la que Roxana Chera (así se llamaba) la esperaba del otro lado del pasillo en el que vivían “para decirme que ya no trabajaría más”, relata. De papá, en cambio, no registra expresiones de afecto. “A él le costaba muchísimo demostrar amor, sobre todo físicamente. No recuerdo abrazos ni besos de su parte. Y hablamos de una época en la que la figura paterna es muy importante sobre todo en la vida de una mujer. Con el tiempo, lamentablemente, todas esas emociones se convierten en marcas”.

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